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18 de octubre de 2010

El Cardales que quiero

(Nota publicada en La Semana Ya de Los Cardales )

Conozco Los Cardales desde la panza de mi madre (hace 44 años); mis padres vinieron a visitar a unos familiares en 1960 y nunca más perdieron contacto con el lugar. A partir de ese momento, comenzaron a recorrer la zona, averiguaron y terminaron comprando media hectárea frente a donde hoy se encuentra la Escuela 19.

Nuestros fines de semana y vacaciones transcurrían aquí, salíamos de nuestra casa el sábado a la mañana, mi papá optaba por los «pozos» de la ruta 4 (en realidad, la banquina, ya que era por donde mejor se podía transitar), antes que el «desértico» ramal a Pilar.

Antes de llegar al «terreno», en el cual fuimos edificando poco a poco, austeramente, hacíamos el recorrido correspondiente: carnicería del «Negro Gigena», la compra de la galleta de campo en la panadería de Zec, los muñequitos de «los Gualchi»… Las «perezosas» de Amílcar Mileo fueron una de las primeras adquisiciones. Por último, quedaba la compra de la barra de hielo en lo de Fito, ya que no teníamos luz en los primeros tiempos. Sin luz… gracias a esa falta, a la noche, cuando nos acostábamos, jugábamos en familia a adivinar qué sombras hacíamos con nuestras manos en la pared.

Cada tanto, mi papá conseguía una cabra «para que cortara el pasto», o alquilábamos caballos, o íbamos en tren a Capilla del Señor, o tomábamos helados Massera en lo de Di Yorio; después íbamos a la plaza. ¡Los golpes que recuerdo haberme dado en esta misma calesita! Por suerte para mis hijos, ahora a los «subeybaja» les pusieron manijas.

Fuimos creciendo y a veces nos aburría venir el finde para acá, otras veces veníamos con amigos en malón. Y la ruta 4 seguía siendo la misma, ya teníamos luz, a Fito no lo visitamos más; si algo necesitábamos lo conseguíamos en «Grandes Tiendas Mansur», en el corralón de Allegri, o en lo de Ponce de León… El Rotary hizo el arco de entrada desde la ruta 6.

Vine con amigos o con algún novio en tren, y caminábamos sin ningún tipo de riesgo las «cuatro cuadras de campo» (como decía mi padre) hasta la casa, desde la estación. Recuerdo cuando adolescente, el pobre viejo me trajo con seis amigas a pasar el día, cantaba con nosotras, bailaba, y nos divertíamos. Volvíamos cansadísimas a casa, con ese olor a campo que aún siento.

Los tiempos cambiaron, surgió el Country y otros barrios, pero Cardales sostenía su esencia, todavía podíamos contar con las pastas de lo de Trovatelli. ¿ Alguien recuerda a Tío Popo?

Y sí, todo cambia…el viejo decía siempre que cuando se jubilara se venían con mamá a vivir acá. No fue así, nunca llegó a cumplirlo, no pudo, se fue antes de tiempo. Y Cardales quedó medio en el olvido, con los duelos, casamientos y el trabajo lo dejamos un poco al margen ; pero de nuestras cabezas, no de mi corazón.

El terreno se vendió con mucho dolor y desacuerdo de mi parte. Pero como he aprendido con el tiempo «las cosas pasan por y para algo». Casada y con nuestra primera hija, Cardales seguía flotando en nosotros y empezamos a «rumbear» otra vez para estos pagos; primero reconociendo zonas, llorando recuerdos y seres queridos que ya no están. Y después, con proyectos de conseguir un terrenito para fin de semana. Lo conseguimos. Pero ya siendo cuatro integrantes en la familia, la vuelta de los fines de semana y los costos no nos cerraban, y proyectamos construir para mudarnos. Y lo hicimos, después de vivir toda la vida en la Zona Norte del Gran Buenos Aires, y en plena crisis del 2001 resignamos comodidades por calidad de vida.

Me reencontré con este lugar donde aún escucho ese mágico sonido del viento entre las casuarinas, el canto de las torcazas, las ranas pidiendo agua. Todavía desde el living de mi casa puedo celebrar si llueve o si el sol raja la tierra, porque cualquiera de los dos paisajes es una postal.

Y Cardales sigue creciendo, pero igualmente todavía puedo sentir que acá soy alguien, no por lo que tengo, sino por quién soy. Y luchamos para sostener en mis hijos los valores en todos los actos, en cada día; en la generosidad hacia nuestros semejantes, los animales, nuestra tierra. Ellos no habrán conocido el pueblo que conocí yo, no lo pretendo, eso sería chatura, dejadez; pero tanto los míos como tus hijos, o nietos, sobrinos, etc., como nosotros los adultos, necesitamos sostener la esencia de Cardales, donde aún no se necesitan semáforos, sólo en casos extremos y desubicados se escuchan bocinazos, donde no me puedo olvidar de nada cuando volvemos para casa, porque sino a la hora de la siesta está todo cerrado. Y a veces me quejo y me quejo, por las distancias, por la leña, por el barro y los cortes de luz en el verano.

La verdad, me tengo que sincerar: me gusta esto, lo necesito, lo vine a buscar, por algo seguimos acá desde hace nueve años. Y a nuestros hijos, si bien crecieron en este lugar, todavía les sorprenden las lechuzas, las liebres, intentan pasar sigilosamente cerca de los cuises para poder verlos más de cerca. Aún no se animan a tocar a los sapos, gritan por las culebras, pero le prohíben a su padre que las mate, se impresionan por el lagarto overo. Nos están reeducando a nosotros para mirar a nuestro planeta con más respeto.

Soy consciente de que el crecimiento es necesario, no podemos quedar afuera del mismo, pero no es crecimiento sino se preservan las raíces del lugar, sus habitantes, sus costumbres, sus idiosincrasias. Eso es invasión, es atropello, es desgarro.

Sincerémonos con nosotros mismos, bajémonos del tren de la vorágine, del consumismo, del facilismo, del «todo ya», y pensemos qué buscábamos cuando llegamos a Los Cardales. Yo me sincero y empiezo por mí: vine a buscar paz, y concentrándome en este lugar llegué a darme cuenta de que encontré mi paz interior.

No caigamos en el conformismo de pensar que no podemos hacer nada desde nuestro lugar, que ya está todo hecho, o todo perdido. Nunca, nunca es tarde para redescubrir quiénes somos realmente, quiénes queremos ser por sentimiento y no por mandato.

La palabra MEGA es «grande»; en conjunto, es impersonal, arrasa, anula, nos perdemos como individuos y caemos en el individualismo. Una megaurbanización arrasa con la identidad de un pueblo, y esto incluye a los seres humanos, animales, plantas, en definitiva, al medio ambiente. Anula a la naturaleza, y ella es sabia: no divide por estratos sociales, económicos, culturales, se brinda a todos por igual.

Saquémonos las caretas, no miremos para otro lado, en este barco estamos todos, y si se hunde nos arrastra a todos, sin distinción de nada. Sabemos que cada espacio geográfico cumple una función en nuestra tierra: los animales, las plantas, los humedales… Comencemos de una buena vez a utilizar nuestra libertad como corresponde, ser libres no nos hace mejores, nos hace más responsables; sólo es libre aquel que sabe usar bien sus límites. Si tanto amamos a quienes nos sucederán , tengámoslo en cuenta. Comencemos de una buena vez a utilizar nuestra libertad como corresponde, ser libres no nos hace mejores, nos hace más responsables; sólo es libre aquel que sabe usar bien los límites.

«La tierra no es la que heredamos de nuestros padres, sino la que les dejamos a nuestros hijos» .

http://lasemanaya.com/el-cardales-que-quiero/

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